Nos hemos vuelto tan indeterminados,
tan banales que nuestra existencia se asemeja a una gota en la lluvia de febrero.
Somos líneas blancas en enormes cintas negras de asfalto,
hojas en otoño, cafés por las tardes y zapatillas húmedas en el rincón.
Un girasol no cambia la primavera,
no hace que atardezca más temprano,
no inspira más botones ni limpia las borrascas
que nos obliga a quejarnos siempre del clima.
Las palabras construidas en nuestros tiempos eternos se convierten en iterativas,
causan desazón y vacilaciones, se vuelven peligrosas,
nos contamina la memoria pensar en que ya existieron
y ahora son indeterminados los verbos ahogados.
Para que explicar que el té se enfría en la espera,
que los corazones se entibian en la distancia
y que los llantos se disuelven cuando no es con ganas,
mientras el centro del mundo sigue siendo blanco humo.
Un áspero sabor a “común” contradice los sueños a luna,
las tardes sin presencias elementales,
sin química alucinógena y llena de contradicciones,
hervidas mil veces en la misma lava. Aún nos quedan los impulsos,
los apacibles inviernos en la sacra habitación,
querer ser lo que nunca encontramos, omnipresentes, invisibles al cambio,
tus palabras versus las falacias.
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